En el ejército del faraón - Tobias Wolff


"¿Cómo se cuenta una historia tan terrible? Tal vez una historia así no haya que contarla. Sin embargo, a la larga será contada."


Wolff, Tobias. En el ejército del faraón
Madrid: Alfaguara, 1997


Traducció de Marcelo Cohen
Col.lecció La Caja Negra, 13  i


è Què en diu la contraportada...
En el ejército del faraón es la crónica impasible del tiempo que Tobias Wolff pasó combatiendo en Vietnam. Haciendo cumplido uso de sus viejos talentos y sus mejores astucias, el autor empieza en un campamento de instrucción para luego alistarse como voluntario en las Fuerzas Especiales, estudiar vietnamita y -sin dar él mismo crédito a lo que está sucediendo- convertirse en oficial del Ejército de los Estados Unidos.

è Com comença...
Delante había unos campesinos bloqueando la carretera. Hice sonar el claxon pero prefirieron no oír. Estaban ahí parados, bajo sus sombreros en punta, mirando cómo un hombre y una mujer se gritaban. Cuando me acerqué vi dos bicicletas hechas un nudo, una cesta de mimbre rota y un desparramo de verduras por el camino. Parecía un accidente.

è Moments...
(Pàg. 17)
Pese a la promesa implícita en la instrucción -Si lo haces todo bien, volverás a casa-, era imposible no advertir que junto con los flojos y los zoquetes moría la mejor tropa. Estaba claro que sobrevivir no sólo era cuestión de Cero Defectos y Agilidad de Combate. Tenía que haber algo más, algo inasequible por medios prácticos.
Por qué vivía un hombre y otro moría era, en el fondo, un misterio, y el que estaba vivo rendía tributo a ese misterio de todas las formas que pudiera imaginar. Yo llevaba un reloj de bolsillo de oro macizo que me había dado mi novia.

(Pàg. 34)
Cualquier viaje por aquellos caminos era interminable hasta que no llegaba al final. Nada de impresiones: era interminable hasta que terminaba. Ésa era la verdad de la distancia. Y lo mismo con el tiempo. Nuestro servicio duraba un año, pero ni yo ni nadie usábamos la palabra. Nadie la oía nunca. A lo sumo nos atrevíamos a hablar de días, y hasta un día podía disolverlo a uno en su vasta extensión, en unos límites que se estiraban hasta lo inimaginable.

(Pàg. 35)
Rumores, mentiras, aprensión, información lejana, ilusiones: a través de tales lentes mirábamos aquella terra infirma y su gente enloquecedoramente serena, desagradecida, a la cual necesariamente temíamos y por lo tanto odiábamos y no comprenderíamos nunca.

(Pàg. 38)
En Dong Tam descubrí algo que no se había tenido en cuenta en nuestro mito nacional: nuestra capacidad para la desesperación colectiva. Los hombres parecían presas de un inquebrantable mal humor. Se les notaba en los hombros caídos y en la forma de arrastrar los pies. En la base campaba una acidez que los volvía toscos y ruinosos. Allí, en la linde del imperio, la decidida voluntad imperial se extinguía, perdida en el resentimiento y el fango. Allí estaban los carros del faraón hundidos; sus jinetes perplejos; y toda su magnificencia abatida.
Un pozo de mierda.

(Pàg. 61)
Me convertí en un depredador, y una de las cosas que depredaba era experiencia. La convertí en fetiche, la coleccionaba, llevaba un inventario estricto. Me parecía la fuente radical de autoridad de los escritores a quienes quería unirme, pese a que ellos defendían tímidamente a las feas hermanastras sinceridad, conocimiento, compresión humana, conciencia histórica y, la más fea de todas, esfuerzo.

(Pàg. 67) 
Todo hombre era mi hermano: ésa era la idea, si cabía llamarla así. Más bien era una especie de actitud que había recogido, sin pugna ni decisión, de las películas que veía y los libros que leía. No había pagado nada por ella y no sabía cuánto costaba.

(Pàg. 113)
El miedo no siempre lo salva a uno, pero alivia la carga de la suerte.

(Pàg. 121)
Sin que uno lo sepa ni acepte, la primordial creencia del troglodita en el sacrificio sangriento -comprar una vida con otra- le empieza a calar los huesos. ¿Cómo iba ser de otro modo? Allí donde uno mire ve morir gente: soldados de los dos bandos, campesinos, maestros, madres, padres, escolares, enfermeras, amigos; pero uno no muere. Los han matado en vez de matarlo a uno. Es una observación inevitable. Como, en el tiempo, lo es el corolario implícito en el giro en vez de: en lugar de. Los han matado en lugar de uno: en su lugar. No es que uno piense mucho en ello, no en su momento ni en esos términos, pero inevitablemente lo siente, y no deja de sentirlo. Es del milagro de lo que uno debe huir, de la duda inacabable sobre el derecho a la propia vida. De la corrupción que sufre todo superviviente, del deber de preguntarse en adelante el motivo y probar que era justo.

(Pàg. 124)
- Sin la guerra, muchachito -me decía-, todavía andaríamos trepando a los jodidos árboles. La guerra es la universidad de Dios, y el que diga otra cosa creen en las hadas.

(Pàg. 167)
Yo veía el mapa, sabía hacia dónde iban las bombas, pero no pensaba en los blancos como hogares donde personas exhaustas ya aterradas estaban rezando por sus vidas. Cuando uno tiene miedo mata cualquier cosa que pueda matarlo. Ahora que el enemigo se había apoderado de la ciudad, la ciudad era el enemigo.

(Pàg. 242)
¿Cómo se cuenta una historia tan terrible? Tal vez una historia así no haya que contarla. Sin embargo, a la larga será contada. Pero en cuanto uno abre la boca se encuentra con problemas. Problemas de memoria, problemas de tono, probablemente éticos. ¿Cómo puede uno juzgar al hombre que fue cuando ya ha escapado de sus circunstancias, sus miedos y sus deseos, cuando apenas recuerda quién era?

(Pàg. 247)
No es que lo que iba llenando las páginas no me gustara. Sólo que al final del día, releyendo lo que había hecho, repasando con un lápiz verde, veía bien cuánto me faltaba para llegar a donde quería. Por el mero acto de escribir me complacía en mi trabajo. Estaba el placer de convocar las palabras y el placer de ordenarlas, reordenarlas, sopesarlas una contra otra. El placer también de imaginar la historia, de sentir que acaso significara algo. Más que nada me alegraba descubrir simplemente que podía escribir. Escribir es trabajar por un resultado que uno no verá hasta años más tarde, y que no está seguro de ver alguna vez. Demanda resistencia, autodominio y fe. Exige esas cosa, y luego las devuelve con un pequeño añadido, una sorpresa para mantenerlo a uno en marcha.

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