Chernobil. Confesiones de un reportero - Igor Kostin





"Cuando los héroes no tienen nombres, se les trata como si no existieran. Y desaparecen." 






Kostin, Igor. Charnobil. Confesiones de un reportero. 
El Papiol: Editorial Efadós, 2006




 Què en diu la contraportada...
Llamado  “el Hombre Legendario” por el Washington Post, Igor Kostin es un testimonio capital de la catástrofe de Chernobil. El 26 de abril en 1986, sólo unas horas después de la explosión, él sobrevuela la central. La radiactividad es tan fuerte que todas sus películas se vuelven negras. Sólo una foto podrá ser salvada: una foto que dará la vuelta al mundo.
Sorprendido por la magnitud de la catástrofe y el silencio de las autoridades, Igor Kostin decide quedarse allí y vivir entre los 800.000 liquidadores que sucesivamente trabajarán en el lugar del accidente. Él mismo afectado por la radiación, no cesará, durante veinte años, de fotografiar la central y la zona prohibida que la rodea. Su historia se confunde con la de Chernobil. Él vio la evacuación de los pueblos, la desesperación y el valor de los habitantes, la construcción del sarcófago, hombres trasladando bloques de piedra radiactivos con las manos desnudas, cementerios de máquinas, jardines y campos contaminados convertidos en tierras salvajes donde ya no hay lugar para el hombre...
Por primera vez, cuenta su historia, con palabras e imágenes.

 Com comença...
El 26 de abril de 1986, el timbre del teléfono me despierta. Descuelgo, mecánicamente, sin encender la luz. Aún tengo los ojos cerrados. Reconozco la voz de un amigo mío, piloto de helicóptero: -Igor, hay un incendio en la central nuclear de Chernobil. Vamos en helicóptero. ¿Nos acompañas?

 Moments...
(Pàg. 6)






(Pàg. 15)



(Pàg. 20-21)

























(Pàg. 24)
La URSS acaba de rehusar la ayuda internacional, y uno se las arregla con lo que tiene: hombres. Son ellos lo que tienen que “liquidar” el accidente de la central de Chernobil. Desde ese momento, sólo tendrán este nombre, muy administrativo y terrible a la vez, de liquidadores. En total, entre seiscientas mil y ochocientas mil personas serán enviadas a la central (...).

(Pàg. 25)
El ritual es inmutable: aseo rápido, toma de sangre y comprimido de yodo. Comprimido que nos da ganas de vomitar, sobre todo en ayudas, pero es una de las únicas prevenciones eficaces contra el cáncer de tiroides. Sólo después, desayunamos y nos ponemos los trajes de protección. Los soldados vuelven a la asignación de sus tareas. Pocos han soñado con desertar. Les han prometido doblarles el salario, triplicarlo, incluso multiplicarlo por seis si trabajan muy cerca de la central. Las conversaciones por la mañana están llenas de los coches y casas que se podrán comprar.

(Pàg. 26)
Ignoro si todas esas personas eran realmente voluntarios. Sin tener siquiera conciencia de ello, llevaron a cabo lo inimaginable. Sobre todo la faz de la Tierra, los pequeños y los grandes pueblos les deben su supervivencia. Sin su sacrificio, las consecuencias del accidente de la central habrían sido mucho peores. Peores en Ucrania y en Bielorrusia, pero peores también en toda Europa de la que la mitad de su población habría tenido que ser desplazada y la mitad de su superficie habría dejado de ser cultivable. Los liquidadores tal vez no pudieron elegir librar esta guerra, pero pusieron a disposición del poder una de las pocas cosas que aún se podían poseer en la URSS: su vida.

(Pàg. 38)
Nada distingue a este día de otro: las mismas conversaciones, la misma indolencia, las mismas ocupaciones cotidianas. El único detalle inquietante: de vez en cuando se ve un miliciano con una máscara antigás en la cara. Al día siguiente, algunos encienden la radio y escuchan que hay que cerrar las ventanas para impedir que las cenizas radiactivas entren en las casas. Pero esto es casi todo. El segundo día, el paisaje cambia radicalmente. El país está en estado de guerra. Se ve por las caravanas de coches en las carreteras y por estos hombres y mujeres que se van, con una bolsa al hombro y a veces llevando un niño de la mano, en busca de un hipotético refugio.

(Pàg. 48)
Estábamos en guerra contras las radiaciones. La guerra clásica implica que sabes de dónde puede venir la bala que te matará, y puedes esconderte detrás de una roca o dentro de una trinchera. Pero en Chernobil, no hay ninguna trinchera, ningún tanque para protegerte, el enemigo está por todas partes, nada le detiene. Eres del blanco de miles de balas y no sabes quién te dispara. No sabes si estás herido, ni en que sitio, ni hasta que punto. Entonces continúas avanzando.

(Pàg. 49)
En Chernobil, se pensó en salvar al hombre, en primer lugar. Para la naturaleza y los animales, se contentaron con soluciones más simples y más radicales. El fusil para los perros y los gatos, la pala y el bulldozer para la naturaleza. Nuestras únicas armas para combatir la radiactividad.

(Pàg. 50)



(Pàg. 68)



(Pàg. 72) 
He visto hombres trasladando bloques de grafito radiactivos con las manos desnudas. Es la primera vez en la historia. Creo que algo semejante sólo es posible en este país. Un país donde la vida de un hombre no vale gran cosa. Prueba de ello: el régimen les abandonó. Nadie llamó nunca a Vania, Petia o Volodia, para saber cómo estaban, si necesitaban algo. Peor aún, se les suprimieron los subsidios y los beneficios sociales. Quizá se creyó que los robots, como los gatos, tenían siete vidas... Después de bajar de la cubierta, se evaporaron discretamente, con sus miradas afables y sus risas. Cuando los héroes no tienen nombres, se les trata como si no existieran. Y desaparecen.

(Pàg. 101)
Durante el transcurso del proceso, los acusados están sentados uno al lado de otro, nerviosos, ausentes y desacertados. Explican que ellos no son responsables, que pueden justificarse, pero sin aludir nunca al régimen, la corrupción o la burocracia. No se atreven. El poder necesita chivos expiatorios y ellos permiten que les pongan en la picota sin resistirse demasiado. Les condena a penas que van de tres a diez años. Briukhanov y Fomin son condenados a diez años de reclusión. Los envían a Siberia. Es la verdadera finalidad del proceso: evitar que se hable demasiado de él. Dejar el reactor bajo su sarcófago, colocar señales y alambradas, no reconocer ningún estatuto particular a los liquidadores... Los hombres son robots, una vez más, pero en Chernobil, se vio que el comunismo empezaba a morir de sus paradojas.

(Pàg. 110)
Las mutaciones de ADN son también más frecuentes entre los niños de Ucrania y Bielorrusia que en cualquier otra parte. La catástrofe está grabada en nuestros cuerpos, en nuestros genes. Se transmite. Es nuestra herencia.

(Pàg. 122)
Durante los primeros meses del año 1987, las calles de Kiev salen de su indiferencia. Se organizan manifestaciones, primero moderadas y silenciosas, después ruidosas y reivindicativas. Los ucranianos saben que les han mentido. Todos conocen a alguien afectado por las radiaciones, muerto o enfermo.

(Pàg. 144)
El límite de la frontera entre tierras contaminadas y sanas (o más sanas) es muy irregular, casi aleatorio. A la contaminación le traen sin cuidado las barreras de alambrado instaladas por el ejército.

(Pàg. 146-147)


(Pàg. 198)
La evacuación de los hombres ha transformado la zona en una extraña reserva natural donde los animales salvajes parecen más protegidos que en otra parte, aunque sim embargo  a veces soportan radiaciones diez o cien veces más fuertes de los normal. La marcha del hombre ha compensado los efectos negativos de los rayos ionizantes. En conclusión, el peor accidente nuclear es menos nocivo que la caza o la pesca.

(Pàg. 222)
En general, la percepción del tiempo no es lineal: unas veces se mide en segundos –de este modo al reactor sólo le hicieron falta unos segundos para volverse incontrolable, también bastaron unos segundos para que un liquidador “encajara” una dosis límite, incluso mortal, de radiactividad; otras el tiempo pasa a la escala geológica y entonces se mide en milenios; otras, con un niño que tiene el corazón o los riñones de anciano, roídos por el cesio, la catástrofe supera rotundamente la ciencia ficción.

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