Duelo - Eduardo Halfon



"(...) sus palabras caían al mundo como lingotes de acero."






Halfon, Eduardo. Duelo
Barcelona: Libros del Asteroide, 2017



::: Què en diu la contraportada...
En este nuevo libro del proyecto literario de Eduardo Halfon, el autor guatemalteco, siempre indagando en los mecanismos de la construcción de la identidad, se sumerge en aquellos que se originan en las relaciones fraternales: duelo como combate que se inicia con el nacimiento de un hermano y duelo también como luto por su muerte. Una novela profunda y emotiva que acrecienta la reputación del autor, «uno de esos escasísimos escritores –como señaló la revista francesa Lire– que no necesitan escribir largo para decir mucho».

::: Com comença...
Se llamaba Salomón. Murió cuando tenía cinco años, ahogado en el lago de Amatitlán. Así me decían de niño, en Guatemala.

::: Moments...
(Pàg. 18)
Mi mundo entero había cambiado con aquel reloj de hule negro. Podía ahora medir cualquier cosa, podía ahora imaginarme el tiempo, capturarlo, aun visualizarlo en una pequeña pantalla digital. El tiempo, empecé a creer, era una cosa real e indestructible.  Todo en el tiempo sucedía como una línea recta, con un punto de inicio y un punto final, y yo ahora podía ubicar esos dos puntos y medir la línea que los separaba y escribir esa medida en mi pequeño cuaderno espiral.

(Pàg. 22)
(...) Dígale a don Isidoro, dije desesperado, casi gritando o ladrando, yo mismo, que soy el señor Hoffman.
Hubo un breve silencio. Hasta el perro enmudeció.
Voy a ver si está, dijo ella, y yo me quedé quieto, ansioso, nada más oyendo el sonido de sus sandalias y de la lluvia en la montaña y del perro gruñéndome de nuevo por debajo del portón. A veces siento que lo puedo oír todo, salvo el sonido de mi propio nombre.

(Pàg. 38)
Intenté decirle a mi amiga de Berlín que ya había visto demasiado en mi viaje por Alemania, que empezaba a perder la dimensión de la tragedia, que no me interesaba visitar campos de concentración, que ni siquiera uno de aquellos donde había sido prisionero mi abuelo, que para mí todo campo de concentración no era más que un parque turístico dedicado a lucrar con el sufrimiento humano. Pero finalmente accedí. En parte porque soy un timorato y me cuesta decirle que no a las mujeres. En parte porque todo ese viaje era una especie de tributo a mi abuelo polaco, quien había llegado a Guatemala tras sobrevivir seis años –la guerra entera- como prisionero de campos de concentración.

(Pàg. 39)
Para mí todo campo de concentración no era más que un parque turístico dedicado a lucrar con el sufrimiento humano.

(Pàg. 40)
(...) a mí se me ocurrió que exactamente así -una niña jugando, una señora mayor podando sus rosas, una pareja enamorándose- se habría visto ese vecindario hacía setenta años, durante la guerra. Siempre me ha espantado más la desidia del hombre ante el horror que el horror mismo.

(Pàg. 67)
(...) sus palabras caían al mundo como lingotes de acero (...)

(Pàg. 73)
Los dos viejos hermanos estaban mirándose de frente, en silencio, como dos pistoleros retándose a disparar. Todo se congeló unos segundos. Todos en el restaurante se callaron unos segundos, lo suficiente para que el último grito en inglés del tío Emile se quedara resonando en el restaurante entero, mientras señalaba a mi abuelo con mucho más que su índice. Y tú, Edouard, gritó, abandonaste a tu hijo Salomón.

(Pàg. 83) 
(...) mientras la observaba acercándose despacio por la orilla del lago, tuve la impresión que la anciana iba adelgazando, y adelgazando aún más, hasta que ya delante de mí toda ella se había convertido en una pequeña calavera. Su piel de cuero había desaparecido por completo y yo podía ver claramente la osamenta que era doña Ermelinda. Su quijada. Sus pómulos. Sus caderas y costillas. Cada minúsculo hueso de sus pies de lechuza.

(Pàg. 93)
(...) recuerdo que de pronto, alrededor de los trece años, empecé a verlo demasiado niño. Antes habíamos hecho todo juntos. Habíamos sido niños juntos y crecido juntos como dos aliados o dos mejores amigos. Habíamos compartido cuarto, susurrándonos de cama en cama para que así la oscuridad de las noches no fuese tan oscura, hasta que yo reclamé cuarto propio y mis papás tuvieron que remodelar la sala familiar. Habíamos jugado en la tina juntos, haciendo de cada baño nocturno una aventura de marineros o piratas, hasta que opté por bañarme en la ducha de mis papás, y lo dejé solo en la tina. Habíamos usado la misma ropa, hasta que yo exigí vestirme diferente que  él. Habíamos mantenido mezclados nuestros juguetes, nuestras colecciones de canicas y estampillas, hasta que yo demandé separar y repartirnos todo (luego boté mi mitad en la basura, en vez de dársela). Ya me sentía un adulto, demasiado grande para tolerar su compañía de niño, sus comentarios y jueguitos infantiles, y entonces no sólo me alejé de él, sino que empecé a insultarlo, a tratarlo de menos, acaso para alejarlo aún más. No sé cuándo ocurrió, ni por qué, pero todo entre nosotros era ahora un combate.

(Pàg. 99)
(...) ninguno allá, en aquella clínica privada de Nueva York, sabía que él era judío, y lo enterraron entonces en un cementerio general, en un cementerio no judío, y junto a él también enterraron su nombre. Nadie en la familia volvió a llamarse Salomón. Como si ese nombre fuese una cosa viva que también había nacido enferma y viajado en un barco y muerto en una clínica privada de Nueva York. Y nadie en la familia volvió ha hablar de Salomón (...).

::: Altres n'han dit...
La bellesa, MCLRecoveco Books, El chico del libroEl cielo del gavilán, Ni un día sin libroAlena Collar, La esquina de ese círculo, Los cuadernos de Vieco, Literatura de humor, Hablando con letras, Un libro al díaFondo de lectura, Colofón, El Cultural, Eñe, Pep Grill.

::: Enllaços:
Eduardo Halfon, perfil de l'autorl'autor parla del llibre, i aquí tambéclaus literàries de l'autor, estil i contextautoficció, exercici de precisió i síntesillac d'Amatitlán.

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