Pilotos de caza - James Salter




"(...) Al principio es peligroso. Después, cambia. Se convierte en un deporte del que dependes. Aunque es mucho más que eso."





Salter, James. Pilotos de caza. 
Barcelona: El Aleph Editores, 2003

The Hunters
. Traducció d’Eduardo Chamorro.
Col.lecció Modernos y Clásicos, 190


::: Què en diu la contraportada:
El capitán Cleve Connel llega a Corea dispuesto a convertirse en un as, es decir, en miembro de esa élite de pilotos de caza que han abatido un mínimo de cinco aviones enemigos.
A medida que sus compañeros acumulan misiones de éxito - a veces en circunstancias poco claras-, el halo de expectación que acompaña a Cleve empieza a extinguirse- Algunos pilotos dudan de si tiene el coraje necesario. También él se lo pregunta. Hasta que un día, en un gélido instante a nueve mil metros sobre el río Yalu, sus suerte cambia para siempre. Esta inspirada y emocionante novela, publicada en 1956, estableció a James Salter como uno de los mejores prosistas americanos desde Ernest Hemingway.

::: Com começa:
Una noche de invierno, negra y helada, se movía sobre Japón, sobre los mares picados hacia el este, sobre las escabrosas islas errantes, sobre las ciudades y los pueblos, las casitas, las calles gélidas.

::: Moments:
(Pàg. 14)
No había sido fácil llegar hasta allí. Cuatro horas sentado en la hacinada y rancia cabina de un avión de transporte, mientras la noche se transformaba en día y las millas se esfumaban detrás, tan desapercibidas como si se tratara de un viaje hacia ningún lugar salvo el del tiempo inflexible.

(Pàg. 39)
(...) tocino salado, huevos, tostadas y una humeante cafetera. Dio buena cuenta de ello y se fumó un cigarrillo. La tibia resolución a no hacerlo se desmoronó ante la intensidad del deseo, y ésa fue su primera concesión del día a la brevedad de la vida. Se levantó al cabo de un rato y echó a andar hacia la línea de vuelo, a una milla de distancia. La mañana era fría y húmeda, con un viento tan crudo como para quebrar los huesos. Los tenues rayos de un sol que apenas acababa de salir cruzaban las colinas y el llano donde se encontraba el campo de aviación.

(Pàg. 40)
Un ronco bramido llenó el aire, una ensordecedora explosión como si el viento se hubiera hecho hoguera. Un ruido de una intensidad brutal aunque reconfortante, que parecía infinita y en cuya corriente se estremecieron los perfiles de los aviones más adelantados. Los dos primeros se pusieron en marcha con los timones de un lado a otro como las colas de unos peces que intentaran resistirse a la corriente, deslizándose muy lentamente al principio y acelerando después hasta alcanzar el final de la pista y poner morro al cielo.

(Pàg. 42)
- Bueno, eso es lo que ocurre en la guerra –dijo Cleve-. Tú los matas, ellos te matan.
- En efecto. ¿Hay algo más limpio que eso?
-  No.-  Lo único que se puede hacer es jugar de un modo inteligente. Nunca se sabe con lo que te vas a encontrar (...).

(Pàg. 74)
Los MIG lo eran todo. Los MIG te otorgaban la excelencia. El sol brillaba para ti. Los jefes te entregaban encantados sus aviones para que los volaras. Las actrices de gira por las bases se mostraban encantadas de conocerte. Eras el centro de todo, de las alabanzas, de la excitación, de la envidia. Si no los tenías –cosa de la que no había por qué avergonzarse, pues eran muchas las razones y todas válidas para que, un hombre, por muy capaz y valeroso que fuera, fracasara en el intento de la victoria-, entonces no pasabas de ser uno más entre la segunda fila de quienes asistían al resplandor del triunvirato. Si no tenías MIG, no eras nada.

(Pàg. 81)
Los despegues eran impresionantes, pero el regreso, incluso el más desordenado, era algo trascendente que llenaba de alegría el corazón.  Volvían otra vez del norte como breves pinceladas de esplendor.

(Pàg. 84)
Quizá fuera cierto que los hombres se forjan en la derrota, y que los vencedores pierdan con cada uno de sus triunfos la energía vital que tan sólo se ejercita en la pugna por recuperar la energía perdida.Tal vez el espíritu se fortaleciera en la consecución de la sabiduría que al principio no era sino confusión y, después de la derrota, se tornaba en lucidez. Pero Cleve estimaba que eso era como decir que ser pobre resultaba vigorizante. Y estaba seguro de que no era así. Aquello era más bien corrosivo. Era como tener la boca de un sanguijuela adherida al pecho y sin dejar de chupar, consumiéndolo todo en un sacrificio a nada más substancioso que el agobio de la carne. Eran muy pocos los hombres que superaban la pobreza, y aún era menos los que extraían otra cosa que lágrimas de la derrota.

(Pàg. 151) 
- (...) fue donde comencé a volar con ellos.
-  Una cosa peligrosa, ¿no? –dijo ella-. Mi padre dice que requiere valor.-  En cierto modo –contestó Cleve-. No sé explicarlo muy bien. Al principio es peligroso. Después, cambia. Se convierte en un deporte del que dependes. Aunque es mucho más que eso. Al final se convierte en... No sé. En un refugio. El cielo es el espacio de los dioses. Y, si vuelas solo, puede ser cualquier cosa. 

(Pàg. 181)
Hacía un frío que auguraba calor.

(Pàg. 196)
La muerte podía ser despreciada e incluso ignorada, pero cuando llega el inesperado momento de afrontarla, nadie deja de implorar, a gritos o en silencio, un último aplazamiento que evite el final del mundo.

(Pàg. 211)
Estar en un escuadrón era como un compendio de la vida. Te unes a él cuando eres un niño, y todo parece nuevo y pletórico de infinitas posibilidades. Gradualmente, casi sin darte cuenta, los días deliciosos y los del arduo aprendizaje llegan a su fin; te haces maduro, e inmediata, súbitamente, te haces viejo, rodeado de rostros nuevos y de relaciones que se hacen difíciles de reconocer al ritmo en que se presentan, hasta que te encuentras bastante incómodo en medio de todo lo que te rodea, porque ya no están los hombres que conociste, y la guerra no es más que una intransferible memoria de las cosas que pasaron hace muy largo tiempo.

(Pàg. 213)
Te metes en el hueco de la carlinga, te abrochas los cinturones y te enchufas a la máquina. La cubierta transparente y hermética se cierra y sella el recinto de tu vida en un helado vacío al que aportas tu propio oxígeno, tu propia respiración, metida en una botella de acero. Si quieres hablar, usas la radio. Estás tan aislado como el buceador de las profundidades, sólo que tu subes en lugar de bajar. Estás en compañía. Vuelan contigo en formaciones heráldicas y luchan a tu lado, con destreza de vez en cuando, y siempre vuelas con otro avión a tu lado, aunque eso no sea de ninguna ayuda. Vuelas solo. Al final, no hay contacto con nadie. Puedes llamarlos, tal cual había oído llamar a alguien que comenzaba a caer, un grito angustioso –“¡Dios mío!”- para el que no había receptor.

(Pàg. 214)
Era el coraje o el entusiasmo o algo más vital, quizá la vida misma, lo que le iba mermando día a día, de una misión a otra, como si el hombre naciera o adquiriera nada más que una dosis exacta de aquello y no pudiera reemplazar lo que fuera perdiendo.

(Pàg. 216) 
(...) Pensaba en la siguiente oportunidad, si es que la había, y su ánimo oscilaba entre la desesperación y una amarga esperanza. Así fluían los días, en una corriente casi estancada.

(Pàg. 250)
(...) la fiebre terrible de vencer que le consumía se había hecho más alta que nunca. Aunque ya no sufría con ella. La había soportado durante demasiado tiempo. Era parte de sí mismo, ardía incandescente en su interior. Ya no se sentía abrumado ni satisfecho, sólo insensible. Había sido purificado.

(Pàg. 255)
- No publique nada de eso – dijo Pell de repente.
- Sólo estoy tomando notas.- Lo sé, pero la gente no entiende este tipo de cosas. No sabe lo que significan. 
- Eso depende de cómo se lo cuente yo.- Bueno, espero que lo cuente muy bien –dijo Pell, con una lánguida sonrisa.


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