Formas de volver a casa - Alejandro Zambra




"Leer es cubrirse la cara, pensé. Leer es cubrirse la cara. Y escribir es mostrarla."


Zambra, Alejandro. Formas de volver a casa
Barcelona: Anagrama, 2011


Col·lecció Narrativas hispánicas, 487  i



è Què en diu la contraportada... 
Formas de volver a casa habla de la generación de quienes, como dice el narrador, aprendían a leer o a dibujar mientras sus padres se convertían en cómplices o víctimas de la dictadura de Augusto Pinochet. La esperada tercera novela de Alejandro Zambra muestra el Chile de mediados de los años ochenta a partir de la vida de un niño de nueve años.
El autor apunta a la necesidad de una literatura de los hijos, de una mirada que haga frente a las versiones oficiales. Pero no se trata sólo de matar al padre si no también de entender realmente lo que sucedía en esos años. Por eso la novela desnuda su propia construcción, a través de un diario en que el escritor registra sus dudas, sus propósitos y también cómo influye, en su trabajo, la inquietante presencia de una mujer.
Con precisión y melancolía, Zambra reflexiona sobre el pasado y el presente de Chile. Formas de volver a casa es la novela más personal de uno de los mejores narradores de las nuevas generaciones. Un libro que ratifica lo que Ricardo Piglia ha dicho sobre Alejandro Zambra: "Un escritor notable, muy perceptivo frente a la diversidad de las formas."

è Com comença... 
Una vez me perdí. A los seis o siete años. Venía distraído y de repente ya no vi a mis padres. Me asusté, pero enseguida retomé el camino y llegué a casa antes que ellos -seguían buscándome, desesperados, pero esa tarde pensé que se habían perdido. Que yo regresaba a casa y ellos no.
Tomaste otro camino, decía mi madre, después, con los ojos todavía llorosos.
Son ustedes los que tomaron otro camino, pensaba yo, pero no lo decía.

è Moments...
(Pàg. 18)
Pensé: de qué tienen cara mis padres. Pero nuestros padres nunca tienen cara realmente. Nunca aprendemos a mirarlos bien.

(Pàg. 23) 
(...) con una mezcla de arrogancia e inocencia, los adultos jugaban a ignorar el peligro: jugaban a pensar que el descontento era cosa de pobres y el poder asunto de ricos, y nadie era pobre ni era rico, al menos no todavía, en esas calles, entonces.

(Pàg. 45) 
Nunca había ido tan lejos de casa y la impresión poderosa que me produjo la ciudad es de alguna forma la que de vez en cuando resurge: un espacio sin forma, abierto pero también clausurado, con plazas imprecisas y casi siempre vacías, con gente caminando por veredas estrechas, concentrados en el suelo con una especie de sordo fervor, como si únicamente pudieran desplazarse a lo largo e un esforzado anonimato.

(Pàg. 54) 
Nuestro problema fue justamente ése, que no mentíamos. Fracasamos por el deseo de ser honestos siempre.

(Pàg. 55) 
Es que prefiero escribir a haber escrito. Prefiero permanecer, habitar ese tiempo, convivir con esos años, perseguir largamente imágenes esquivas y repasarlas con cuidado. Verlas mal, pero verlas. Quedarme ahí, mirando.

(Pàg. 57)
(...) acabábamos de entrar al Instituto Nacional, teníamos once o doce años, y ya sabíamos que en adelante todos los libros serían largos.
Estoy seguro de que esos profesores no querían entusiasmarnos sino disuadirnos, alejarnos para siempre de los libros. No gastaban saliva hablando sobre el placer de la lectura, tal vez porque ellos habían perdido ese placer o nunca lo habían sentido realmente.

(Pàg. 61)
Me miró con un gesto nuevo, un gesto que no puedo precisar.
Es impresionante que el rostro de una persona amada, el rostro de alguien con quien hemos vivido, a quien creemos conocer, tal vez el único rostro que seríamos capaces de describir, que hemos mirado durante años, desde una distancia mínima -es bello y en cierto modo terrible saber que incluso ese rostro puede librar de pronto, imprevistamente, gestos nuevos. Gestos que nunca antes habíamos visto. Gestos que acaso nunca volveremos a ver.

(Pàg. 64)
He abusado de algunos recuerdos, he saqueado la memoria, y también, en cierto modo, he inventado demasiado. Estoy de nuevo en blanco, como una caricatura del escritor que mira la pantalla con impotencia.

(Pàg. 66) 
Vi su frente blanca y el pelo casi rubio, pero nunca sus ojos. El libro era su antifaz, su preciada máscara.
Sus dedos largos sostenían el libro como ramas delgadas y vigorosas. Me acerqué en un momento lo bastante como para mirar incluso sus uñas cortadas sin rigor, como si acabara de comérselas.
Estoy seguro de que sentía mi presencia, pero no bajó el libro. Siguió sosteniéndolo como quien sostiene la mirada.
Leer es cubrirse la cara, pensé.
Leer es cubrirse la cara. Y escribir es mostrarla.

(Pàg. 82)
Es mejor no ser personaje de nadie, digo. Es mejor no salir en ningún libro.

(Pàg 99)
Aprender a contar su historia como si no doliera. Eso ha sido, para Claudia, crecer: aprender a contar su historia con precisión, con crudeza.

(Pàg. 113) 
(...) el pasado nunca deja de doler, pero podemos ayudarlo a encontrar un lugar distinto.

(Pàg. 150)
Hoy me llamó mi amigo Pablo para leerme esta frase que encontró en un libro de Tim O'Brien: "Lo que se adhiere a la memoria son esos pequeños fragmentos extraños que no tienen principio ni fin."
Me quedé pensando en eso y me desvelé. Es verdad. Recordamos más bien los ruidos de las imágenes. Y a veces, al escribir, limpiamos todo, como si de ese modo avanzáramos hacia algún lado. Deberíamos simplemente describir esos ruidos, esas manchas de la memoria. Esa selección arbitraria, nada más. Por eso mentimos tanto al final. Por eso un libro es siempre el reverso de otro libro inmenso y raro. Un libro ilegible y genuino que traducimos, que traicionamos por el hábito de una prosa pasable.

(Pàg. 155)
Abandonamos un libro cuando comprendemos que no estaba para nosotros. De tanto querer leerlo creímos que nos correspondía escribirlo. Estábamos cansados de esperar que alguien escribiera el libro que queríamos leer.

(Pàg. 160)
Nunca me dijo si lo había leído, por eso me sorprendió reconocer, ahora, en el libro, las marcas de un grueso destacador amarillo. Solía molestarla por eso: sus libros lucían feos después de esa especie de batalla que era la lectura. Se diría que leía con la ansiedad de quien memoriza fechas para un examen, pero no, se habían acostumbrado, simplemente, a marcar las frases que le gustaban de esa manera.

(Pàg. 163)
La muerte era entonces invisible para los niños como yo, que salíamos, que corríamos sin miedo por esos pasajes de fantasía, a salvo de la historia. La noche del terremoto fue la primera vez que pensé que todo podía venirse abajo. Ahora creo que es bueno saberlo. Que es necesario recordarlo a cada instante.


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